Quién por medio de la satisfacción de sus apetitos sensuales intenta llenar el vacío que en su alma existe, no lo logrará nunca, ni pueden tampoco realizarse los anhelos de verdad por la aplicación de la inteligencia a los objetos exteriores. El hombre no puede gozar de paz, mientras no haya desechado cuanto es incompatible con su ego divino. Para ello, debe acercarse a la Luz, obedeciendo a la ley de la Luz. Ha de matar el deseo sensual y, apartando su mirada del mundo externo, dirigir su visión espiritual hacia la Luz, para disipar las nubes que la eclipsan. Ante todo, ha de saber que en su interior existe un germen divino en el que ha de encontar su voluntad para cumplir estrictamente sus deberes. Hay una ley oculta, mencionada con frecuencia en los escritos esotéricos, pero que pocos comprenden, según la cual todo lo inferior tiene su contraparte superior; por lo que, al actuar lo inferior, reacciona sobre él lo superior. Según esta ley, a todo deseo, pensamiento o aspiración, buenos o malos, sigue inmediatamente la respectiva reacción procedente de lo superior. Cuanto más pura es la voluntad del hombre y menos adulterada por deseos egoístas, tanto más enérgica será la reacción divina. El progreso espiritual del hombre no depende en manera alguna de sus propios esfuerzos; al contrario, cuanto menos intenta establecer leyes por sí mismo y cuanto más se somete a la ley universal, tanto más rápidos son sus progresos. El hombre no puede dirigir su voluntad en sentido diferente del de la voluntad universal de Dios. Si su voluntad no es idéntica a la voluntad divina, se pervierte con siniestros efectos. Sólo cuando la voluntad humana se armoniza por completo y coopera con la voluntad de Dios, es poderosa y efectiva. Además, en todo tiempo han existido entidades espirituales que se han comunicado con el hombre para transmitirle el conocimiento de las verdades eternas, o para recordárselas cuando estaba a punto de olvidarlas y establecer así un fuerte lazo de unión, entre el hombre intelectual y el hombre divino. Quienes son suficientemente puros, pueden, aun durante esta vida, comunicarse con estos mensajeros celestiales, pero pocos hombres son bastante puros y espirituales para lograrlo. Como quiera que sea, se ha de purificar y regenerar la voluntad y no la inteligencia y, por lo tanto, la mejor instrucción es inútil sin voluntad para practicarla; y, como nadie puede ser salvo contra su voluntad, el más íntimo anhelo del corazón ha de ser el conocimiento y la práctica de la verdad. El hombre de recta voluntad poseerá la sabiduría y la verdadera fe, sin necesidad de signos externos o de razones lógicas para convencerle de que lo que sabe es cierto. Unicamente el presumido sabio del mundo exige pruebas, porque su corazón es vanidoso, su voluntad flaca y, por lo tanto, no posee conocimiento espiritual ni fe, sin lo cual sólo alcanza lo que percibe por medio de los sentidos, mientras que los de mente pura y sincera llegan a adquirir la conciencia de las verdades que intuitivamente creyeron. Todas las ciencias culminan en que quien conoce al UNO lo conoce todo y quien se figura saber muchas cosas es un iluso. Cuanto más te aproximes a este punto, cuanto más íntima sea tu unión con Dios, tanto más claramente percibirás la verdad. Si a este punto llegas, encontrarás que hay en la Naturaleza algo que trasciende al entendimiento de los filósofos y acerca de lo que los cientistas no se atreven ni a soñar. En Dios está la vida toda; fuera de Dios no existe vida alguna y lo que parece vivir fuera de Dios es mera ilusión. Si deseamos saber la verdad, debemos contemplarla a la luz de Dios y no a la falsa y engañadora luz de la especulación intelectual. No hay otro camino para llegar al perfecto conocimiento de la verdad que la unión con la verdad misma; y, sin embargo, muy pocos conocen este camino. El mundo se burla de quien va por este camino; pero el mundo no conoce la verdad, porque es un mundo de ilusiones, lleno de ciegos ante la luz de la verdad. Callar tranquilo e impasible ante la risa del necio, el desdén del ignorante y el desprecio del orgulloso, es la primera señal de que despunta la aurora de la luz de la sabiduría. Sin embargo, una vez plenamente conocida la verdad, es capaz de resistir aun al escrutinio intelectaul más sereno y a los ataques de la lógica más potente. Sólo las inteligencias de quienes presienten la verdad, pero que todavía no la conocen, pueden quedar trastornadas por la sacudida. Los que conocen y comprenden la verdad, permanecen firmes como un roca. Mientras busquemos el halago de los sentidos o la satisfacción de la curiosidad, no encontraremos la verdad. Para encontrarla hemos de entrar en el reino de Dios y, entonces, descenderá la verdad a nuestra mente. No es necesario para ello que torturemos el cuerpo, ni que estrujemos nuestros nervios, pero sí es necesario creer en ciertas verdades fundamentales, que intuitivamente perciben quienes no tienen pervertida la inteligencia. Estas verdades fundamentales son: la existencia de un Dios universal, fuente de todo bien y la inmortalidad del alma humana. Posee el hombre facultad racional y, por lo tanto, tiene el derecho y el deber de usarla, aunque nunca en oposición con la ley del bien, con la ley del amor divino, la ley del orden y de la armonía. No debe abusar de los naturales dones que Dios le ha concedido y ha de considerar todas las cosas como dones divinos y a su cuerpo como el templo viviente de Dios e instrumento de manifestación del divino poder. Un hombre independiente de Dios es inconcebible; porque la Naturaleza entera, incluso el hombre, es mera manifestación de Dios. Si la luz nos alumbra, no es por obra nuestra, sino que procede del sol; pero si nos ocultamos del sol, la luz desaparece. Dios es el sol del espíritu y debemos permanecer iluminados por sus rayos, gozar de su influjo y exhortar a los demás a que entren en la luz. No hay inconveniente en procurar conocer la luz intelectualmente si nuestra voluntad hacia ella se dirige, pero si la voluntad queda atraída por una luz falsa y la toma por la del Sol, caerá necesariamente en el error. Existe una relación definida y exacta entre todas las cosas y su causa. Puede el hombre, aun en esta vida, conocer dichas relaciones, aprendiendo a conocerse a sí mismo. El mundo en que vivimos es un mundo de fenómenos ilusorios, puesto que todo lo que se acostumbra llamar "real" sólo lo parece durante ciertas condiciones o relaciones entre el que percibe y el objeto de percepción. Lo que percibimos no depende tanto de la cosa en sí misma, como de las condiciones de nuestro organismo. Si nuestra organización fuese diferente, percibiríamos las cosas bajo un aspecto también diferente. Cuando por completo comprendamos esta verdad y distingamos entre lo real y lo ilusorio, podremos entrar en el reino de la ciencia suprema, asisitidos por lal uz del espíritu divino. Los misterios de esta suprema ciencia son: 1º El reino interior de la Naturaleza. 2º El lazo que une al mundo interno espiritual con las formas corpóreas externas. 3º Las relaciones existentes entre el hombre y los seres invisibles. 4º Las potencias ocultas en el hombre por medio de las cuales puede obrar en el reino interior de la Naturaleza. Esta ciencia abarca todos los misterios de la Naturaleza. Si con puro corazón deseas la verdad, la encontrarás; pero si tus intenciones son egoístas, no leas estas cartas, porque no serás capaz de comprenderlas, ni te allegarán el menor beneficio. Los misterios de la Naturaleza son sagrados, pero no los comprenderá el malvado y si logra descubrirlos, su luz se convertirá en fuego consumidor de su alma y lo aniquilará. |
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martes, 11 de octubre de 2011
MATAR EL DESEO SENSUAL
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